Rompiendo los silencios

Cuando somos niños lloramos sin pena, ni culpa y sin importar frente a quién estemos, sin embargo, hay una reacción peculiar en los humanos, que al presenciar el llanto ajeno, queremos detenerlo de inmediato pues aprendimos, que el llanto es una expresión de dolor y que el dolor es algo malo.

Sin embargo, el llanto es un acto liberador, es una expresión humana que debe ser aceptada tan abiertamente como la sonrisa; ante la alegría de alguien posiblemente sonriamos; ante el dolor o la tristeza de otros tenemos la inadaptada costumbre de evitar afrontarlo.

No queremos hablar de lo que nos duele; no queremos llorar frente a los demás, y quizás ni siquiera frente a nosotros mismos, porque evitamos sentir dolor a pesar de que lo sintamos tan latente como la respiración.

Y qué mejor aseveración que la respiración, pues sin ella nuestra vida termina, pero, sucede tan a menudo y tan automática que la pasamos por alto, y nos olvidamos de respirar, nos hacemos inconscientes a esta acción, y no estamos despiertos a esta realidad; de la misma manera nos relacionamos con el dolor, nos acostumbramos a vivir con él, y a sentirlo como parte de nosotros, que lo olvidamos, lo anulamos de nuestro mundo consciente, aunque esté ahí.

Desde pequeña aprendí a llorar en silencio, lo hacía a mis adentros mientras las lágrimas bautizaban mi rostro, arropando mi cuerpo con ese líquido que enjuagaba mi alma, al saber que deseaba continuar cerca de mi madre, porque no podía comprender por qué ella tenía que irse a trabajar y yo quedarme a vivir con mi abuela. Lo hacía en silencio, porque sabía que al llorar abiertamente se podría sentir mi abuela ofendida, por el hecho de que ella me trataba bien, y aún así yo quería irme para estar junto a mi mami, desde allí, de una corta infancia, se aprende uno a relacionar con la tristeza de forma distorsionada, a ocultar la verdad de nuestros sentimientos, a intentar tapar el sol con un dedo, a negar la realidad de los hechos, a creernos de hierro, y a luchar contra nuestra naturaleza divina: LA HUMANIDAD.

Aprendemos a temerle al dolor y, por tanto, lo ocultamos, lo evitamos y hasta lo disfrazamos, solo porque nos avergüenza, y sentir, es de humanos. Así que si no te sientes bien, ¡Está bien! Aceptarlo es el primer paso.

La próxima vez que quieras o sientas llorar; déjalo salir, solo hazlo. Llorar no es un símbolo de debilidad, es un símbolo de Humanidad, de que eres humano, y si te dicen no llores, diles: ¡Claro que sí!

Aceptar el dolor y dejarlo salir, liberará tu corazón de cargas pesadas que no tienes por qué seguir cargando. Por favor, la próxima ocasión en la que veas a alguien a punto de llorar o llorando, anímalo a dejarlo salir y evitemos la frase tosca; “No llores”, o “por qué lloras”.

Solo acompañe a la persona y si puede tóquela en el hombro o extiéndale la mano y dígale: estoy aquí.

Ver a otros llorar nos recuerda nuestro propio dolor y como aprendimos que al dolor es mejor evitarlo; cuando nos llega, no sabemos cómo tratarlo y la única forma es verle a la cara como si fuera una persona más, aunque no lo es… Dándole el frente, más que solo la espalda.

Se nos dificulta el hecho de que no podamos controlar algo, o influir en solucionarlo, esto es lo que nos sucede cuando vemos a alguien más llorar, o quejarse, no podemos soportar la realidad de que el dolor se nos escape de las manos, de que al dolor, no le podamos controlar.

Pero sobre todo esto, al mirar a otra persona llorar, recuerda que no es tu dolor, es el suyo; por tanto, permítele vivir y expresar su sentimiento como lo quiera y lo sepa hacer, de hecho, no tienes que buscar solucionárselo, aprende a ver, observar, escuchar y comprender.

Sobre el autor: Katherine Lluveres